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Leti |
La función del orgasmo no es el título de una de esas películas eróticas que
tus padres iban a ver a cines clandestinos, o al otro lado de la
frontera con Francia. Tampoco es un manual de autoayuda para quienes poseen un punto g escondido e insondable. Y ni
siquiera es el título de un documento científico con el que convencer a los curas de la Conferencia Episcopal de
los beneficios del sexo, quizá para que follen
un poquito más (con adultos, please), y para que se dejen de tantas monsergas.
La función del orgasmo no es eso.
La función del orgasmo es un libro muy serio que va de psicoanálisis y marxismo, que Edgar leyó hará cosa de diez años y que escribió,
como no, un austriaco, alumno aventajado de Freud, amigo del antropólogo Malinowski,
militante comunista y perteneciente a la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Se
llamaba Wilhelm Reich:
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Wilhelm Reich |
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El libro en cuestión |
Wilhelm, sin embargo, no
tardó en ser expulsado de las filas marxistas, por ser demasiado
“psicoanalítico”, y también de la Sociedad psicoanalítica, por ser demasiado
“marxista”.
En
realidad, estaba como una cabra.
Pero era un tipo
interesante. A grandes rasgos venía a decir que todos los actos humanos, desde dirigir
vigorosamente una orquesta filarmónica hasta comprarse un paquete de kleenex, pertenecen a una cadena de actos y motivaciones sociales que
se orientan al fin último de obtener un único y escuchimizado orgasmo.
Así
es, toda la lógica social sometida al deseo de unos segundos de cosquilleante
electricidad expandiéndose por los tejidos de la cintura pelviana; todo el
tinglado de la cultura y las costumbres y el conocimiento y tal y cual, sólo
montado como escenario en el que dar cabida a la búsqueda de un relámpago genital que dura menos que, por ejemplo, comerse una alita de pollo con all i oli, y que además, aunque digan que no, nos hace sentir (después)
un poco culpables.
Por otro lado, en el
marco de esta teoría puede interpretarse, lógicamente, que existe una proporcionalidad inversa entre la intensidad de los orgasmos que uno se
procura y la dimensión de los actos
sociales que lleva a término, o dicho en cristiano: cuanto más aguda es la
carencia de orgasmos más “a lo grande” se plantea uno su existencia social,
para ver si haciendo cosas notables o remarcables algún día cae la breva y,
como novedad, se corre.
De
este modo, según esta teoría puede inferirse por ejemplo que mientras que Adolf Hitler sería con toda seguridad el paradigma de la anorgasmia, la fantasmal señora del cuarto, la que nunca oyes y
pasa inadvertida como una sombra cuando te la cruzas en la escalera, probablemente
experimente a diario diversos mega-orgasmos,
instantes de un éxtasis sexual tan fuerte e implosivo que podrían tumbar a un
elefante.
Otro concepto interesante de
esta teoría es el así llamado “reflejo del orgasmo”, que consiste en una
especie de espasmo pélvico que te
hace empujar desde los glúteos hacia delante varias veces, justo antes del
milagro fisiológico o, en su defecto, en cualquier momento de cierta excitación. Éste es un reflejo del que
por desgracia carecen los neuróticos y en cuya ausencia, según Wilhem Reich,
está el origen de la frustrante incapacidad para obtener placer.
Desde que Edgar leyó La función del orgasmo, busca con una
cierta obsesión etnográfica pruebas empíricas de ese espasmo pélvico. Observa
pelvis en los bares, en los autobuses, en las colas de los supermercados. A
veces ve “espasmos”, y entonces lo anota en su cuaderno de campo. En España hizo, desde luego, observaciones interesantes. No le daría como para una tesis (o quizá sí), pero
en todo caso contrastan con la total ausencia de reflejos orgásmicos que, de momento, ha observado en Viena.
No ha visto ni uno sólo. Y eso es raro, porque en España los reflejos orgásmicos se les escapan hasta a las princesas. Pero aquí nada. Ni en las calles. Ni en las panaderías. Ni en las bibliotecas. Ni en la cintura de las rubias presentadoras de televisión. En ningún sitio. Parece que los vieneses no tienen el susodicho "reflejo del orgasmo" y eso le parece a Edgar muy sospechoso, porque indica que, o bien son neuróticos, o bien son, en el fondo, un poco marxistas.
No ha visto ni uno sólo. Y eso es raro, porque en España los reflejos orgásmicos se les escapan hasta a las princesas. Pero aquí nada. Ni en las calles. Ni en las panaderías. Ni en las bibliotecas. Ni en la cintura de las rubias presentadoras de televisión. En ningún sitio. Parece que los vieneses no tienen el susodicho "reflejo del orgasmo" y eso le parece a Edgar muy sospechoso, porque indica que, o bien son neuróticos, o bien son, en el fondo, un poco marxistas.
Y, sin embargo, la experiencia (adquirida en las dos orillas) dicta que, en general, los austriacos tienen una actitud hacia el sexo (por tanto hacia su culmen) mucho más gimnástica, entregada y desinhibida que los españoles. Quizá la ausencia de reflejo pélvico en situaciones públicas se deba, más que a la neurosis o al marxismo, a la fuerza modificadora de la conducta que, en este país, mucho más que en España, ejercen Los Otros y su ojo omnipresente sobre los actos de los indivíduos.
ResponderEliminarPor cierto, la escena de Hot Stuff de Full Monty es la mejor; lo que me he reido recordándola :-)
Aha... interesante reflexión. Entonces, "ala hora de la verdad", si no los miras fijamente, resulta que se desinhiben y te bailan el Hula Hop...
ResponderEliminar¡Bueno saberlo!