miércoles, 30 de mayo de 2012

Capítulo 34. Burocracia Sangrante





Pongamos que el protagonista de esta historia se llama Edgar Pineda y que decide huir de un país “en vías de subdesarrollo” para buscar un destino profesional en Austria.
         Llega en diciembre de 2011. Lo primero es empadronarse. La oficina del padrón no es como las de España. En el barrio 18 de Viena, la oficina del padrón es como el salón de un lujoso piso del ensanche de Barcelona, es decir, de unos 150 metros cuadrados, techo altísimo, mosaico de tonos verdes en el suelo, ventanales inmensos con marcos de madera de cerezo. Es una sala enorme, vacía, atravesada por una siniestra luz gris, y vigilada desde el exterior por tres cuervos que penden de una barandilla. En el centro hay una mesita con una raquítica silla de madera. Al otro lado hay sentada una chica vestida de negro: pelo liso y negro, uñas negras, labios de un color carmín muy oscuro, casi negro. La chica es de hombros huesudos, piel pálida y brazos largos, finos y quebradizos como ramas.
         Edgar se detiene en la puerta. Allí, a lo lejos, en el centro de la sala, la chica le indica con un gesto que tome asiento en la raquítica silla de madera. Mientras camina hacia la silla, Edgar ve cómo la chica cierra sus dedos en forma de puño alrededor de un bolígrafo negro. Con el dedo pulgar presiona sobre la parte de atrás del bolígrafo para sacar la punta emitiendo un certero “click, click”. Un "click, click" que resuena por toda la sala y consigue que Edgar sienta un estremecimiento que le recorre el cuerpo como un reptil punzante.
         Se sienta delante de la chica. La silla cruje. Ella lo mira con enormes ojos negros e inertes y le va pidiendo uno a uno todos los documentos. En un momento dado, mientras la chica lee detenidamente uno de los documentos, ve como pergeña un gesto de tensión y sus labios se recogen hacia dentro como estuviera sintiendo un escalofrío. Asoman sus dientes. Dientes separados. Todos separados por un huequecito negro. Todos afilados. Edgar mira la puerta de entrada y calcula cuanto puede tardar en alcanzarla. Le pasa por la cabeza la posibilidad de que la burócrata pueda desplegar de manera fulminante unas alas de pterodáctilo negro, sobrevolar la sala, y darle caza antes de que logre escapar.
         Pero los documentos, por suerte, están en regla. La burócrata pone el tampón y al mismo tiempo clava una mirada inquisitiva, quizá sedienta, en el cuello de Edgar. Luego le entrega el padrón. Edgar lo coge tembloroso y lo sitúa frente a su pecho agitado. Se levanta de la silla con la espalda recta, lentamente. Da unos pasos hacia atrás, sin perder ojo a la burócrata, que deja sus brazos largos y delgados y amenazantemente flácidos, extendidos sobre la mesa. Edgar se da media vuelta y da varios pasos rápidos y desesperados hacia la puerta. 
        Cuando su mano está apunto de alcanzar el enrome pomo de bronce, escucha:
         —¡Un momento! Se ha olvidado esto.
La burócrata se levanta y se acerca hacia Edgar encorvada, con otro papel en la mano. Aun encorvada es enorme. Edgar la ve venir desde abajo como si se tratara de una terrible farola negra que ha cobrado vida, como si se tratara de una versión gigantesca y femenina de Nosferatu.
         En el último momento le entrega un papel en el que dice que tiene que pagar 55 euros para legalizarse y hacer otros trámites para obtener aún otro papel, paralelo al empadronamiento, que se llama MA-35.

Seis meses después de su llegada a Viena, Edgar sigue gestionando papeles para conseguir el MA-35. Ha recorrido la ciudad de punta a punta más de 20 veces. Ha hecho colas interminables en salas que preceden a otras salas. Ha pedido papeles que justifican otros papeles. Ha cogido números para que le den una fecha en la que le darán otro número. Ha obtenido tarjetas y certificados que demuestran que esas tarjetas se corresponden con las que aparecen en los certificados que se refieren a esas tarjetas. Pero nada les ha valido. Como no tiene trabajo (sus clases de español las cobra obviamente en dinero negro), solo puede obtener el MA-35 si demuestra que vive con Emma y que ella le mantiene. Si no, no existe. Si no, tendrá que volver a la oficina del padrón a desempadronarse y luego reempadronarse con otro estatus para que los chupasangres lo sigan teniendo a su disposición, revoloteando como un pajarillo perdido por las salas infinitas de los burócratas, siempre ilegal, siempre inmigrante, siempre incompleto, siempre inmaduro, siempre vulnerable a cualquier requerimiento de los vampiros del Estado: pequeño, asustado, clandestino y extranjero. 

Carne fresca.



martes, 22 de mayo de 2012

Capítulo aparte: sobre el principio de no-contradicción




Paul Krugman

Tsipras



Si un comunista griego, como Tsipras, y un economista liberal, como Paul Krugman, coinciden en afirmar que la actual estructura económica europea es un zombi que sigue matando a pesar de estar ya muerta, es porque algo muy grave debe estar pasando. Si desde los partidos políticos, como el PP, y los medios de comunicación, como el País, se desacredita a ambos por el mismo argumento, como si éste atendiera a una suerte de conspiración ideológica que ambos tratan de imponernos, es porque algo todavía más grave está pasando: nos estamos saltando el principio de no-contradicción. No puede ser que un comunista y un liberal lleguen a la misma conclusión sin que esa conclusión sea significativamente verdadera, es decir, válida más allá de su subjetividad ideológica. Y lo peor de todo es que si millones de personas, envueltas su ferviente conservadurismo, siguen sin entender que no pueden obviar el principio de no-contradicción, llegará un día en que morderán obsesivamente un plato vacío convencidos de que hay lentejas sólo porque en el “equipo contrario” han dicho que en ese plato no hay lentejas. Y peor aún es que de ahí comemos todos.








sábado, 19 de mayo de 2012

Capítulo 33. En qué se parecen Ángela Merkel y Sergio Ramos





Si este post fuera la transcripción de una charla paralela a una partida de dominó, el lector encontraría en él una explicación clara y certera de por qué la economía austriaca es triple A y la española es el no-ser, la antimateria, un agujero negro que absorbe todo su entorno y lo convierte en basura interestelar. El argumento sería relativamente sencillo y se basaría en hacer un juicio sobre la economía austriaca partiendo de la propia experiencia de Edgar. En apenas unos meses, a Edgar le han negado las ventajas económicas de un parado por ser extranjero, le han hecho pagar por devolver un libro con un día de retraso en una biblioteca pública y le han hecho abonar los 50 euros que paga todo inmigrante por el hecho en sí de inmigrar, más la multa correspondiente por no haber podido realizar ese trámite a tiempo. Hace unos días apareció una noticia de un chico que ha tenido que pagar 400 euros de multa por recorrer en bici 10 metros de una acera de Viena y porque su bici no tenía timbre ni luz trasera. Edgar leyó esa noticia sorprendido de que no fuera él mismo el multado. Paralelamente descubrió que en el servicio de objetos perdidos de la principal compañía de ferrocarriles hay que pagar entre 7 y 15 euros para recuperar el objeto que tan altruistamente te han guardado. La conclusión de ese post sería que Austria es un país rico porque le hace pagar caro a sus habitantes cualquier tipo de error y cualquier tipo de servicio, y que por lo tanto España, con su austeridad, sus copagos, sus privatizaciones, sus recortes en bienestar y educación, su severidad policial o su creciente opresión de la clase media y los inmigrantes, lleva el rumbo correcto.
Luego habría terminado la partida de dominó, encenderíamos unos puros y pondríamos las noticias para escuchar las verdades que dice Luis de Guindos sobre la imprescindible miseria de la economía española. Y por fin esperaríamos a la final de la Champions. Porque el fútbol es nuestro consuelo, nuestra catarsis. Esperaríamos a la final de esta noche sin darnos cuenta de que, sorpresa, no hay ningún equipo español en la final la copa de Europa. Esperaríamos mientras alguien nos pone un dedo en el ombligo para señalarnos que, a pesar de todas las reformas, aún no nos parecemos lo suficiente a ellos, a los austriacos, los alemanes. Nos señalarían el ombligo con un dedo acusador y lo estaríamos mirando. Lo estaríamos mirando tanto que nos encogeríamos cada vez más, cada vez más encorvados hacia dentro. ¿Por qué nos señalan el ombligo? Nos retorceríamos hacia dentro con una contorsión dolorosa, al límite de la elasticidad, sin darnos cuenta de que de tanto doblar la cerviz nos estamos transformando en una esfera, sin darnos cuenta de que Ángela Merkel corre embravecida hacia nosotros. Sí, los españoles seguimos en la Champions, somos el balón del ultimo penalti, y Ángela Merkel corre hacia nosotros con los ojos encendidos, con la furia de un toro en su rostro, dispuesta a endosarnos una soberana patada y hacernos salir del juego de manera violenta y con un vuelo absurdo, imparable y memorablemente desorbitado: como el del penalti de Ramos.








jueves, 10 de mayo de 2012

Capítulo 32. El antifascismo como Vals


Burschenschafter en la Heldenplatz


El 8 de Mayo se han juntado los nazis, disfrazados de Burschenschafter, en la Heldenplatz. Edgar ha estado en la manifestación de protesta.
Globos de colores. Banderas comunistas. Banderas de EEUU. Banderas de Israel. Los manifestantes antifascistas, muy jóvenes, la mayoría en la veintena. La protesta consiste en caminar por la Ringstrasse cantando y tocando los timbales. Y luego pasar la tarde escuchando música tekno, bebiendo cerveza y lamiendo helados junto al Hofburg, al lado de una concentración nazi que protege la policía.




Policía frente a los manifestantes antifascistas.


Hay muchísima policía. Hay casi más policía que manifestantes, o por lo menos abultan más. Al anochecer, la marcha antifascista vuelve hacia atrás, de nuevo por la Ringstrasse, aún cantando y tocando los timbales, aún con banderas americanas e israelís ondeando en la oscuridad. A Edgar siempre le han molestado las banderas nacionales. Son demasiado ambiguas, demasiado incluyentes. Simbolizan una tolerancia (cuando no orgullo) por ciertas acciones deplorables que perpetran los Estados. La marcha termina con unos cantos en Schottentor, junto a la universidad: “¡Na-zis fuera, Na-zis fuera!”. Los policías nos rodean con furgonetas. Ahora sí que hay muchos más policías que manifestantes. Los antidisturbios bostezan. Se quitan el casco. Se pasan la mano por el rostro sudado. Piensan en la cena. La contramanifestación se disuelve lentamente. Los antifascistas también piensan en la cena. Qué bien se vive en Viena. Qué tranquilo es todo: las manifestaciones, la policía, los nazis. Todo muy tranquilo. Que los nazis conmemoren a sus muertos el mismo día en que Austria se liberó del nacionalsocialismo parece de lo más normal.
Los nazis siguen en la Heldenplatz. El Estado los protege. Edgar se pregunta dónde están todos los austriacos que se oponen al fascismo. Dónde está la resistencia. Hoy sólo ha habido 1200 antifascistas en todo Viena. Dónde está la demostración de la fuerza del pueblo. Dónde está la indignación. Pero la culpa no es de los manifestantes. Son realmente muy pocos. Si se indignan un poco más de la cuenta, los antidisturbios los aplastan. Así que el grupo de manifestantes da un paso adelante, con gesto de cortesía caballeresca, de invitar al movimiento, y luego da un paso hacia atrás, un paso deferente con el que conceden un avance fluido de los antidisturbios, un avance que ya se prepara para retroceder de nuevo, con ritmo pendular. Luego el grupo de antidisturbios y los manifestantes avanzan y retroceden de nuevo, casi abrazados, y se desplazan hacia un lado, y dan vueltas juntos, y se toman de las manos aunque se desprecien, y van y vienen sin perder la compostura, sin perder la elegancia, dibujando tirabuzones por las calles sin música de Viena, mientras los nazis siguen en la Heldenplatz.



domingo, 6 de mayo de 2012

Capítulo 31. Viajar sin billete


Cartel en el metro de Viena "Hemos analizado todas las escusas.
Sea la que sea, viajar sin billete cuesta 70 euros". (desde mayo son 100)


Edgar se sube al tranvía número 1 para regresar a casa. Normalmente se desplaza en bicicleta, pero hoy, tras cerrar el candado, se ha dado cuenta de que se ha olvidado las llaves en casa. La bici tendrá que dormir en la calle. Se consuela pensando que en Viena no habrá tantos robos de bicicleta como en Barcelona. En realidad, más que pensarlo, lo desea. Su bicicleta es feísima, tan anodina que muchas veces, tras atarla en un aparcadero de bicis, Edgar ni siquiera la encuentra. Es una bicicleta aburrida, casi invisible.
         Pero está aparcada en un barrio periférico donde ha dado una clase particular de castellano: un barrio oscuro, desolado, con basuras rotas o desbordadas, con semáforos en verde junto a los que no pasa nadie, con sombras que fuman en las esquinas, con luces de neón sobre fachadas destartaladas en las que se lee “Kontakt Kafé”, indicando la entrada de algún prostíbulo en medio de la nada. Una nada en la que solo deambulan camioneros, hombres que fuman en las esquinas y profesores particulares de español. Un nada en la que quizá también deambulen ladrones de bicicleta.
         Edgar sube al tranvía número 1 y mientras se pone en marcha apoya la frente contra la ventana: sus pupilas tristes se desplazan hacia un lado, como si no quisieran desatarse de esa bicicleta aburrida que se queda sola, amarrada a una farola parpadeante que preside una calle larga y vacía.
         Está anocheciendo. Ha subido al tranvía en su término, junto al parque del Prater. Todavía no hay nadie en su vagón. Él no ha comprado billete. Son dos euros. Él ganado 12 por su clase particular. Son los únicos 12 euros que va a ganar cuatro o cinco días. Si paga ese billete, habrán sido 10. Así qué no  paga el billete. Aquí, a los que viajan sin billete, les llaman Schwarzfahrer (viajante negro). Hoy, Edgar es un Schwarzfahrer. De momento no le preocupa. Después de todo, los revisores nunca pasan, piensa.
         Pero unos segundos después piensa que nunca pasan, pero pueden pasar. Los austriacos juegan con el factor miedo, con el factor del verdugo vestido de incógnito: los revisores del metro y del tranvía no van de uniforme, sino de paisano. Además suelen ser jóvenes. En los cinco meses que Edgar lleva en Viena, sólo le han pedido el billete una vez. Fue camino del aeropuerto. Iba a pasar unos días en Barcelona. Edgar viajaba en la línea U6, sentado junto a Emma, cuando de pronto un chico de unos veinte años, con gorra acomodada sobre media melena rubia y presumida, pantalones caídos y cazadora de campus norteamericano, se dio media vuelta y les apuntó con una máquina parecida a las que se usan para pagar con tarjeta, pero más grande, más amenazante:
—¡Los billetes! —espetó de modo repentino.
         Edgar, preso de la confusión, tuvo un primer instinto de levantar los brazos. Pero luego vio que Emma buscaba algo en su cartera. No, no era dinero. No les estaban atracando. Ese chico con aspecto de skater sólo quería ver los billetes. Sólo quería pillarlos por sorpresa.
         A Edgar le han contado que a veces, en la madrugada de un sábado, se sube al tranvía un joven con estética punk. Primero se cuelga de la barra del pasillo, luego observa a los pasajeros con una desenfocada insolencia, como si estuviera borracho, y de repente, cuando ha fijado el objetivo,  apunta hacia algún viajero con una máquina electrónica de marcar billetes que ha desenfundado de debajo de una cazadora de cuero.
         Es un revisor. A los austriacos les gusta disfrazar a los revisores de punkis, de modernillos, de metro sexuales e incluso de emos.

Empieza a subir gente a la línea número 1. Edgar se pone nervioso. Cualquiera de ellos podría ser el revisor. Debe estar atento. En cuanto vea a alguien sacar algo de debajo del abrigo, se baja pitando del tranvía. Si lo cogen son cien euros. Pero no tienen por qué cogerle. Tantos años de atletismo deberían haberle servido de algo. Al menos para ser un emigrante veloz. Más veloz que cualquier revisor de metro austriaco.
         Un hombre se introduce la mano en el bolsillo interior de una cazadora tejana. Edgar se pone rápidamente en pie. Y se queda ante la puerta. El hombre lo mira de reojo y después se pone a escribir un mensaje con el móvil.
         Falsa alarma.
         Pero a Edgar ya le corre la adrenalina por las venas. Mira hacia todos lados. Trata de analizar a los pasajeros. Cualquier gesto puede delatarlos como revisores. Ahora detecta a una joven que lo observa intensamente desde un asiento cercano. Edgar también la mira fijamente. Es una chica joven, morena, con tejanos rotos por las rodillas y zapatillas de colores. Podría ser una revisora. La chica desvía la mirada hacia la ventana y de repente se pone colorada. Se aferra a una mochila negra con fuerza. El tranvía se detiene. La puerta se abre. La chica se levanta de un brinco y pasa por delante de Edgar a toda velocidad, aún colorada, aún aferrada a su mochila. Ya en la calle, se da media vuelta y observa a Edgar desde la acera, aún aferrada a su mochila negra, aún colorada. El tranvía arranca de nuevo. La chica se queda en la estación. Se mantienen la mirada a través del cristal mientras el tranvía se aleja. Nada de seducción. Sólo recelo. Solo sospechas infundadas. Sólo un sentimiento de silenciosa humillación, de mutua derrota.