Edgar ha tardado más de diez
días en procesar lo que ocurrió la
noche de fin de año. Cuando despertó el 1 de enero, su rostro reposaba sobre
una cortina de pelo castaño, más bien hirsuto, y ondulado como un campo de
trigo removido por desordenados espirales de viento. Una rodilla carnosa se
doblaba contra su vientre, buscando cobijo en el calor de su cuerpo aún adormecido, al tiempo que la
palma de su mano flácida empujaba con suavidad el lateral de un prominente pecho femenino, como si en su sueño
recién abandonado hubiera estado jugando a baloncesto con una delicada burbuja
de jabón.
Astrid yacía
boca arriba con su vestido negro de tachuelas
brillantes arremangado hasta la mitad de sus atléticos muslos, sumida en un
sueño profundo, silencioso, y en una posición volátil, como si se hubiera
detenido en un salto de ballet torpemente realizado. Su ocupación relajada del
espacio indicaba una total inconsciencia de la cercanía, del contacto de Edgar, quien observó todos
los contornos de aquella mujer, aun muy joven y de parcas palabras, pero que
colmaba todas sus expectativas sobre la feminidad: el Emigrante Sofisticado observó
sus labios entreabiertos y un hombro desnudo en cuya piel aterciopelada se
habían imprimido las líneas sinuosas de la vieja manta sobre la que se quedaron
dormidos; observó el tercio bajo de ese espantoso (pero sexy) vestido de licra
semitransparente y bisuterías colgantes que se arrugaba a la altura de unas
caderas excesivas, pero que infundían en Edgar un sentido de viril plenitud; observó con excitada atención
la rodilla que se apretaba contra su vientre, y el interior de un muslo pálido,
redondeado y acogedor, que se perdía en la sombra limítrofe de una ingle apenas
oculta bajo la tela negra; y observó los
pies pequeños de Astrid, con sus uñas pintadas de un tono carmín y cuidadas
como si pertenecieran a los dedos de una princesa, pero que a buen seguro
habrían soportado, no hacía muchos años, la humedad del interior de unas botas
de agua que se calzaba en el Tirol,
cada mañana, para limpiar con una pala
los excrementos bovinos de la cuadra adyacente al caserío de su familia.
Porque
no fue hasta pocos años atrás, inaugurando sus años universitarios en Viena, cuando Astrid descubriría cosas como la leche en tetrabrik, el esmalte de uñas o el
útil concepto de “condones de colores”; objetos e ideas que la transportarían
culturalmente hasta ese mediodía resacoso del 1 de enero de 2012, el cual Edgar
aprovechaba para observar con una cierta avidez sexual aquellas partes de un
cuerpo ajeno que, en su dormir insondable, había tolerado su cercanía y su contacto.
El Emigrante Sofisticado se detuvo en cada centímetro de esos contornos tan
ajenos a su presencia, tan inconscientemente voluptuosos. Y así fue bajando y
bajando, recorriendo con su analítica mirada el cuerpo de Astrid y liberando su
solitaria imaginación al placer moderado de la lujuria mentalmente representada,
anhelada, hasta que de repente, sobre uno de sus tobillos, también observó, y sintió, las caricias de un pie áspero y enorme, cuyos metatarsos velludos
se deslizaban arriba y abajo con un movimiento regular que parecía conectado a
un aliento rítmico, cálido y
envolvente que ahora se deshacía sobre su nuca,
a la cual se encontraba pegada la vigorosa y simiesca boca de Ernst!, que respiraba tranquila e
imponentemente dentuda, como una trituradora
de madera recién apagada.
La cronología de los hechos que, desde la tarde del 31 hasta la
madrugada del 1, precedieron a esa situación, podría sintetizarse así:
2,30h (pm) Edgar y Emma
llegan a casa de Luc, un francés
(Erasmus “senior” y amigo de Emma), que les recibe en un piso compartido
(techos altos, moqueta granate, luces amarillas y muebles crujientes, robustos
y de ese marrón oscuro de los 50) con una bandeja de quesos franco-austriacos y tres botellas de vino descorchadas.
4 (pm) Llegan algunas
personas más a la casa, y se descorchan otras tres botellas de vino. Y se las
beben.
7,30 (pm) Llegan Astrid y
Ernst! La cena esta lista: más quesos, ensaladas de atún, aguacate, pan, y una
especie de pseudo-chorizo húngaro que Edgar considera a)blasfemo (si lo compara con el sagrado sus scorfa domestica que deglute bellotas en los prados ibéricos),
o b) una mera escusa para descorchar otras tres botellas de vino.
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sus scorfa domestica en un prado ibérico |
10 (pm) Astrid ha causado
furor con su vestido transparente de tachuelas. La mayoría de los invitados son
bohemios en ciernes (es decir, futuros drogadictos, filósofos y artistas
frustrados que presumen de ver el mundo de “manera diferente”) y la figura de
la campesina con su único y extremado vestido de noche les
remueve un recuerdo erótico-bucólico
que, apenas 20 o 25 años atrás, se desprendía de los cuentos sin moraleja que
les explicaban sus abuelitas burguesas.
11’15 (pm) Edgar ha
perdido la cuenta, pero calcula que se han bebido al menos seis botellas de vino más, y
ahora empiezan a circular Gin Tonics (con poco de “tonic”).
Ernst!,
curiosamente, no parece molesto por el hecho de que uno de los invitados, (delgado,
gafapasta y con el pelo aplastado por un sombrero que ahora lleva en la
mano) se deshaga en atenciones con Emma. Ernst! de hecho, colabora
voluntariosamente con el Emigrante Sofisticado en la preparación de bolsitas de
plástico con doce uvas para cada invitado. La perspectiva de despedir el año
con el ritual hispánico de las uvas les entusiasma y, al parecer, produce
muchísima gracia a Astrid, que observa a Edgar y a su hermano manipulando las uvas y haciendo lacitos para cerrar las bolsitas transparentes.
11’45 (pm) Edgar abre la
Web de TVE1 en el portátil de Luc. Las campanadas serán narradas por una Anne
Igartubru forrada con una tela roja y
un José Mota (ex “cruz y raya”) que Edgar no sabe porqué, pero le produce una profunda
vergüenza ajena. A los demás no parece importarles.
11’55 (pm) El alcohol
hace mella. Los cuerpos, orientados hacía el mac, se tambalean sin entender las
palabras de Anne, sin entender a toda esa gente tan lejos, en la plaza del Sol,
pero con una comprensión embriagada de que tienen que ingerir doce uvas en los
últimos treinta segundos del año. En casa de Luc todos ríen y gritan y tratan
de mantener su mirada etílica en la pantalla.
11h 59min 30seg (pm) El
Emigrante Sofisticado pide silencio. No todos le hacen caso, pero la mayoría
sostiene la primera uva entre los dedos. Astrid observa a Edgar totalmente
inmóvil, también con una uva en la mano, los ojos vidriosos y media sonrisa,
abstraída de su agitado entorno y de las miradas lascivas que algunos proto-bohemios
continúan repartiendo por todos los
ángulos de su cuerpo.
0h 0min 2seg (am) Un voz
masculina, que no es la de Edgar, grita ¡Olé! Y todos se funden en abrazos
mientras terminan de masticar los restos de las uvas.
0h 2min (am) Ernst! ha
sintonizado un vals en una minicadena y suena a todo volumen. Los más avezados
empiezan a oscilar por la sala en parejas como partículas describiendo órbitas
acompasadas. Edgar está muy borracho y el vals le reporta la extraña sensación
de encontrarse en una atmosfera creada por Walt Disney.
0h 5min (am) Astrid alterna la contemplación de los que se han atrevido
a recibir el año bailando y las miradas furtivas (y quizá interrogativas) hacia
Edgar. Astrid cruza los brazos con un gesto tímido por debajo de sus pechos y
balancea una rodilla hacia el interior. El alcohol ha encendido los colores de
sus mejillas. Está muy apetecible. Edgar decide que va a sacarla a bailar. Es
el momento.
0h 6min (am) A mitad de
la sala, en dirección hacia Astrid, Edgar es interceptado por Ernst!, que lo agarra de los hombros, se lo pega
contra su rocoso cuerpo y empieza a voltearlo. Le dice algo así como que “déjate
llevar, no seas tan hombre”, y el Emigrante
Sofisticado no se siente con fuerzas para liberase de esa máquina brutal que lo
aferra mientras se desplaza en elipsis y rotaciones por la sala. De repente Edgar
se da cuenta de que no está tocando el suelo. Sus pies penden a por lo menos
dos palmos de altura y sus ojos alcanzan a ver justo por encima del hombro de
Ernst!, detrás del cual, allá abajo, pegada al chico del sobrero, se encuentra
Emma, que con la euforia del descubridor en la mirada, y antes de que el Edgar pierda el sentido de la realidad, le dice :“Edgar, ¡estás volando!”
Y en los siguientes diez días no le ha abandonado ese sentimiento de incomprensión y flotabilidad.