Huerto vienés de Edgar |
Cuando uno lleva mucho tiempo
sembrando y no recoge ningún fruto empieza a sospechar que debe haber algún
problema en la tierra. Esto es válido tanto para la agricultura como para la
vida en general. Edgar lleva ya más de 30 años sembrando su futuro con estudios
universitarios y aprendizaje de lenguas y publicaciones y demás. Su estatus
académico es de lo más alto que puede haber en su rama, las así llamadas
Ciencias Humanas y Sociales. Su estatus profesional en Viena, sin embargo, es
tan bajo que acaban de rechazarle como “lleva-platos” de un restaurante
mejicano y como vigilante de sala de museo. Tampoco lo contrataron como
profesor de español a 9 euros la hora en el fin del mundo. Ni como canguro. Ni
como pega-carteles. Por supuesto lo han rechazado como profesor en la universidad
y como colaborador de diversas ONG. Ha probado inflando y desinflando su
currículum (del que tiene por lo menos 15 versiones). Ha probado en internet y
en vivo y sacando su lado más germánico y sacando su lado más latino. Pero nada
ha funcionado. Todavía no ha caído en gracia. Sólo le queda probar en los
burdeles o con los dealers del barrio
16, dos sectores que al parecer no ven ningún problema en el hecho de que uno, que aún no domina el alemán como quisiera, se exprese con ciertos fallos gramaticales.
En
realidad su problema es en primer lugar el de la falta de contactos. En eso
Austria y España desde luego se asemejan. El nepotismo funciona muy bien desde
tiempos de Franco y quizá desde más atrás, desde los Habsburgo. Su segundo
problema es (y esto también parece un leitmotiv
pan-Europeo) el de pertenecer a ese sector de jóvenes altamente formados que no
son ni ingenieros, ni informáticos ni especialistas en alguna rama científica
que pueda traducirse en términos de rentabilidad empresarial. Edgar y sus
camaradas, peones del alma o el espíritu, no aportan ningún valor al capitalismo neo-liberal, sino que más bien
suponen un lastre, una cifra negativa de paro, una opinión afilada contra el
sistema que quizá incluso éste bien escrita, soliviantado al personal desde
algún blog clandestino, sedicioso. Esos no lo van a tener tan fácil para
encontrar trabajo, ni en el reino de España, ni en los prados de la Merkel, ni
en la pequeña y conservadora Österreich.
Pero la nube austriaca no es tan
oscura. A pesar de las dificultades, desde el mes de abril Edgar se ha
alquilado un huertecito, o más concretamente una parcela de 20 metros cuadrados
en las afueras de la ciudad, en el barrio de Siebenhirten. Allí Edgar también ha sembrado, como en la vida, con
la diferencia de que su huerto sí ha dado frutos. Vaya que si los ha dado. Ha
dado pepinos prodigiosos, lechugas que crujen entre los dientes, rábanos que saben
a rábano, zanahorias que harían delirar a Roger Rabbit, calabacines que parecen
extraídos de mastodónticas ensoñaciones fálicas.
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Esplendor |
Edgar
plantó tomates. De hecho, animado por Emma, plantó más de 40 tomateras. Cuando
terminaron de plantar, sudados y con las manos aún sucias de tierra y gusanos
colgantes, Emma se acercó, se apoyó sobre su hombro y señaló los brotes de
tomatera con orgullo, como si se tratara de una legión de vástagos que ambos
habían traído al mundo. Así, en verano,
podrás hacer gazpacho y acordarte de tu país, dijo Emma antes de pasarse la
lengua entre los labios.
Edgar
suspiró.
Luego las
tomateras empezaron a crecer. Se aferraron al tímido resol de la primavera
austriaca y se elevaron a más de medio metro. Dejaron asomar sus primeros racimos
verdes, ordenados, prometedores. Y resistieron al viento y a los días fríos; y
a las niños juguetones que se acercaban curiosos desde otras parcelas, y a las
orugas y a los lepidópteros y a las excesivas, ansiosas mariquitas. Las
tomateras crecieron hacia el cielo con un invisible pero imparable tesón.
Crecieron hacia un verano, el verano austriaco, que auguraba generosos baños de
luz y de calor y duchas nocturnas, celestiales y relampagueantes, refrescantes
y alimenticias, que los ayudaría enrojecer y a realizar su cometido: ser
dignamente triturados junto a sus hermanos pepinos y ajos y el aceite de oliva
de las tierras de sus ancestros españoles, para al fin convertirse en gazpacho.
Pero la
segunda y tercera semanas de julio se convirtieron en un infierno tormentoso, en un aguacero brutal y continuado. Todas las tardes las tormentas
fracturaban el cielo de Viena con violentos requiebros eléctricos. Luego caía
la lluvia como si se hubieran abierto de repente las compuertas del cielo, y
como si detrás de ese cielo hubiera otros cielos formados por mares antiguos,
esperando a vaciarse.
Fue un
desastre. Al final de la tercera semana de julio Edgar aprovechó una tregua
atmosférica para acercarse a su parcela. El espectáculo que encontró fue
dantesco: las tomateras habían sido dobladas y hasta despedazadas. Las hojas
estaban esparcidas por todos lados. Los tomates estaban podridos, magullados,
reventados como víctimas de una explosión. Su carne había salpicado todo el
huerto y ahora ya sólo era apta como gazpacho para los gusanos menos
escrupulosos, para devoradores de restos de cadáver.
Era el
fin.
A veces quien siembra no recoge.
Edgar no ha podido recoger sus flamantes tomates rojos porque la atmósfera
austriaca no se lo ha permitido. Como tampoco le ha permitido recoger, de
momento, los frutos de su siembra vital: sus estudios, sus publicaciones o sus
cursos de idiomas. Emigrar es duro por mucho que se esté a tiro de Low Cost.
Pero de todo hay que sacar alguna lección.
Por lo que se refiere a este post, una de las lecciones podría ser que a
veces uno aspira a gazpacho y le dan calabazas, en un sentido literal, claro.
La otra podría ser que hay que llevar cuidado con lo que se siembra, que si se
plantan tomates y esa tierra no quiere tomates, lo que hay que cambiar es la
tierra. Lo mismo ocurre con las siembras vitales: si uno cultiva el alma y ese
mundo no quiere almas cultivadas, lo que hay que cambiar es el mundo. La
diferencia es que, mientras que en términos hortícolas esa empresa parece poco
recomendable, en términos sociales, a tenor de cómo están las cosas, quizá valga la
pena intentarlo.