viernes, 8 de febrero de 2013

Capítulo 45 x 1 (Finale) Desaparición por aparición




Sorprende gratamente seguir recibiendo visitas a pesar de que Edgar lleva meses desparecido. La historia se resume en muy pocas palabras: herr Pineda supo a la vuelta del verano, y a la vuelta de sus vacaciones en Barcelona, que no sólo regresaba a Austria, sino que iba a tener su propio austriaco. La noticia fue celebrada y, como si el pequeño Pineda estuviera ya ahí, demandando todo lo imaginable, el tiempo se transformó en otra cosa, en algo que transcurre a toda velocidad mientras uno resuelve a contrarreloj asuntos pendientes, asuntos que no se pueden explicar en un blog por demasiado íntimos o demasiado aburridos, pero que absorben las horas y los minutos y hasta los segundos, todo tomado por una febril necesidad de prepararse interiormente, como quien monta una cuna durante nueve meses, para poder acoger al nuevo fichaje con energías renovadas y el horizonte despejado.

Ya sólo quedan dos meses. Hay intención de volver por aquí, de arrancar una second season. Probablemente con otros temas y por lo menos un nuevo personaje, un pequeño mundo dentro del mundo al que hasta ahora estábamos habituados.  

Todo se ha detenido porque todo tiene que volver a empezar.


Hasta pronto,
Edgar




Spoiler: creo que será un dragón, de los buenos (todos sabemos que esto es una serie comercial).












domingo, 18 de noviembre de 2012

Capítulo 44. FKK, o la desnudez como panóptico





1.

Era el inicio de las navidades de 2011. Edgar llevaba apenas dos semanas en Viena y decidió mover un poco sus huesos en una piscina. Eligió la clásica piscina Jörgerbad porque en las fotos de internet parecía muy bonita y suntuosa, como de bañera de Kaiser, y porque estaba en su barrio.
         En la taquilla había una mujer oronda y de rostro canino, como de pequinés despellejado, pálido, de ojos tan claros que parecían no mirarte, con enormes pendientes de perlas (de plástico) que tiraban de unos lóbulos dilatados cual colgantes masas de pizza.
         Edgar informó con su alemán balbuciente de que quería comprar un ticket. La primera reacción de la mujer fue mantenerle una mirada insondable, maligna, analítica. Luego observó de arriba abajo el cuerpo de Edgar como si quisiera comprobar que llevaba un traje de baño correcto. Pero Edgar estaba embutido en leotardos y pantalones y dos jerséis y un abrigo de plumas. Venía de la calle. La mujer pergeñó entonces una mueca de escepticismo, afilando la mirada y arqueando la boca hacia abajo. Él, no obstante, puso cinco euros en la base metálica del mostrador. Estaba decidido. Trató de mirar a los ojos de la mujer como un tahúr convencido de su apuesta. Ella puso dos dedos sobre el billete y, con un cerrado acento vienés y una voz nasal penetrante, dijo algo así como: “uash, uash, oit, FKK. Oida, uash du uash FKK!?” 
         Edgar naturalmente no entendió nada, pero intuyó que la doble pronunciación de aquellas siglas, “FKK”, se referían a algo digno de tener en cuenta. Edgar retiró los cinco euros y le pidió a la mujer “Ein Moment”
         Llamó a Emma, su compañera de piso, y le preguntó qué significaba FKK. Ella respondió con otra pregunta: “Dónde te has metido, Edgar?”; “en la piscina municipal del barrio, ¿qué pasa?”; “¿estás ya dentro?”; “no, estoy tratando de entenderme con la señora de la taquilla, ¿por qué?”.  Emma se rió al teléfono y le dijo que FKK eran las siglas de Frei Körper Kultur (Cultura Libre del Cuerpo) y significaban que ese día, en esa piscina de barrio, estaban todos nadando en pelotas.
         Mientras hablaba por teléfono, Edgar contemplaba a la mujer de la taquilla sin ser demasiado consciente de ello. Al cortar la comunicación con Emma, se dio cuenta de que la mujer también le miraba. Ambos se miraban mutuamente con una expresión espontánea de asco.
         En su cabeza se desencadenó una lluvia de imágenes en las que evocaba sus incursiones a la piscina municipal del barrio de Gràcia, en Barcelona, y recordó con nitidez aquellos carriles hiperpoblados de abuelas chapoteado, hombres grasientos luchando contra su evidente inflotabilidad, niños con manguitos sin sentido de la dirección, y chicas jóvenes severas, nadando con el rostro rojo, y extremadamente sensibles a cualquier roce físico, las pobres, cuando aquello era un festival de manotazos, de uñas de pies ajenos clavándose en tu abdomen, de ver tu rostro de repente amorrado contra el trasero blando de alguien o algo que se giraba y trataba de visualizarte, sin quitarse sus gafas de natación empañadas, y al final desistía y le dabas igual y seguía nadando entre culos, y pies y babas de niños, antes de los animados cursos de aquagym.
         Todo aquello era soportable, después de todo, gracias a los bañadores. Pero aquello en pelotas ya hubiera sido un desfase mayor, un hard-core de barrio sin limites corporales, una ruptura escatológica de la intimidad y la desaparición de uno mismo como individuo en ese caldo primitivo donde todos retozarían amontonados y sin saber donde terminarían sus nalgas y donde empezarían los mofletes del vecino.
       Tras unos segundos de recapacitación, sin embargo, Edgar calculó que la densidad demográfica de Viena era una cuarta parte que la de Barcelona, y que, por esa razón, lo más probable es que la piscina estuviera medio vacía. ¿Qué más daba, después de todo, un par de cuerpos desnudos, si luego Edgar, con su bañador bien anudado, podría disfrutar de un carril para él sólo?
         Le preguntó a la señora del mostrador sí, a pesar de ser una día FKK, él podría entrar a la piscina con su bañador puesto.
         La mujer no dijo nada. Sólo desplazó su mandíbula inferior hacia delante como si estuviera a punto de saltarle a la yugular,  o como si fuera a gritarle iracunda que era un pervertido, un violador de la mirada que pretendía entrar a esa piscina vestido con un ofensivo y asqueroso bañador.
         Edgar entendió que  no se podía, que lo de Cultura Libre del Cuerpo era, al menos para la mujer de la taquilla, un eufemismo para imponer un régimen autoritario de la desnudez como condición de la sociabilidad. En su obra Vigilar y castigar, Foucault desarrolló la interpretación penitenciaria del concepto de “panóptico”, una estructura social ideada para que un centro de poder pueda vigilar a todos los individuos y, en su forma más sofisticada, para que todos los individuos puedan vigilarse entre sí, exigiéndose mutuamente una transparencia, una negación de lo íntimo, una sumisión a los ojos del otro que debe manifestarse en la desnudez de las ideas y de los cuerpos, despojados de cualquier encubrimiento bajo el cual puedan generarse formas contrarias a dicho régimen de dominación.
Sin saber muy bien por qué, Edgar sintió que esa piscina funcionaba como un panóptico, un panóptico que sancionaba el comportamiento penetrando hasta la dermis.  Y huyó sin mediar palabra.


2.

Unos meses más tarde, ya en primavera, Edgar y Emma se fueron a dar un paseo en bici por la Isla del Danubio. El día estaba siendo fantástico. Hacía sol y el agua del río corría cristalina. La familias de hindúes, balcánicos, turcos y austriacos disfrutaban de sus barbacoas con hambre y jolgorio. Emma y Edgar se bañaron y compraron el primer helado del año. Había gente pescando, parejas de la mano recorriendo la isla sobre patines, pelotones de abuelos que practicaban nordic-walking concentrados mientras los grupos de adolescentes, tras los arbustos, se fumaban algún que otro porrito. La gente tomaba el sol. Los hippies tocaban  la guitarra y el djembé. Los modernitos se tendían sobre la hierba sin camiseta o en bikini, solos o en grupos pequeños, y abrían sus tuppers de ensalada y leían el periódico o alguna una novela comprada en el rastro. Era un día perfecto. Un día para disfrutar y relajarse.
Pero de repente, cuando ya dejaban atrás el tumulto de gente y se adentraban en la parte más bonita de la isla, Edgar se encontró con esto:


Frontera FKK, Donau Insel


Se apeó de la bici. No se atrevió a cruzar la línea. Emma, un poco más allá, le decía “¡Venga, vamos!”. Edgar negó con la cabeza. Tragó saliva y señaló esa línea divisoria. Emma le dijo que no pasaba nada, que los FKK sólo estaban en determinadas orillas. Pero Edgar no pudo avanzar. Le temblaban las piernas. Podían estar mirándole ya, desde cualquier lado. Aquella isla era una trampa nudista. Edgar se sujetó el pantalón corto. Dio un pasó atrás. Subió a la bici y pedaleó de vuelta a toda velocidad.
Emma ni siquiera pudo seguirle.


3.

Más tarde, con el paso de la semanas, la pesadilla FKK fue perdiendo su virulencia y pasó a una dimensión latente, soportable. Edgar sólo llevaba cuidado de dónde se metía. Bares, bibliotecas, oficinas de desempleo, supermercados. Antes de entrar a cualquier sitio, Edgar leía atentamente todos los rótulos de las puertas y los pasillos. Se aseguraba muy bien de que en ningún lugar se advirtiera de que ese sitio era FKK.
La llegada del otoño consiguió enfriar sus temores, hasta el punto de casi olvidarlos. Llevaba prácticamente un año en Viena y no se había visto envuelto en ningún panóptico FKK, al menos no de manera irremediable. Edgar sentía que recobraba el control sobre sí mismo, sobre su intimidad. Ni Austria ni los nudistas austriacos eran ya un motivo por el que preocuparse.
Pero todo volvió a aflorar un infausto domingo de noviembre.
Emma le propuso que fueran juntos a conocer las aguas termales de Viena, una instalación situada en las afueras de la ciudad que ha ganado algún que otro premio internacional. La pobre Emma terminaba las semanas con el cuerpo quebrado de trabajar, y varios amigos le habían recomendado darse una tarde de placer y relajación en ese complejo de caldeadas piscinas subterráneas y jacuzzis monumentales y saunas de las que uno, decían, salía con una piel limpia y cargada de un rejuvenecido metabolismo.
Edgar aceptó acompañar a Emma sin demasiado entusiasmo. Sintió en el fondo que le estaba haciendo un favor.  Se puso el objetivo de encontrar en esas termas alguna piscina normal donde nadar con el bañador puesto y desquitarse de tantos meses de no poder hacerlo.
Luego resultó que las termas no estaban tan mal. Distintas salas con nombres como Piedra de la Vida, Roca de la Pureza, etc., componían unas instalaciones un tanto presuntuosas en las que uno podía llegar incluso a relajarse. La mayoría de usuarios iban de un lado a otro de aquellas termas buscando los chorros a presión que les masajearían aquellas partes del cuerpo donde se acumulaban sus tensiones. Había túneles burbujeantes, iluminados con tenues neones azules, donde parejas de todas las edades se magreaban a conciencia. Había piscinas donde el agua corría en círculos y atrapaba a jóvenes y niños eufóricos que se dejaban arrastrar por aquellos remolinos controlados, catárquicos. Había bebés que, sostenidos por padres corpulentos, se dejaban llevar con los ojos muy abiertos y risitas descubridoras y las manos rollizas chapoteando alegremente en el agua, como si creyeran que por fin habían regresado al universo cálido y acuático del que provenían, terminando con aquella pesadilla de meses que se llamaba "vida exterior". Había salas silenciosas de agua humeante donde los usuarios apoyaban la nuca en el bordillo redondeado de piedra y cerraban los ojos y dejaban que sus cuerpos flotaran flácidos y ligeros, como si se hubieran despojado de su materialidad y de ellos solo hubiera quedado una figura etérea que divaga en el agua, como si allí sólo tuvieran que soportar el leve peso de su alma agradecida.
         Edgar y Emma se sintieron bien y decidieron pagar un extra para poder entrar en la sauna. Como ese lugar era muy sofisticado, el derecho a entrar en la sauna se lo incluyeron en un chip que llevaban a modo de pulsera. Pagaron y se dirigieron al complejo de saunas. A la entrada, un cartel advertía con letras mayúsculas que estaba TERMINANTEMENTE PROHIBIDO USAR LAS SAUNAS CON BAÑADOR, que aquello era TERRITORIO FKK (!)
         Pero ya habían pagado y Emma estaba dispuesta a entrar y Edgar decidió que era el momento de enfrentarse a sus temores. Además no había vigilante ni nada parecido. Edgar pensó que seguramente podría entrar allí con la toalla liada en la cintura. Primero pensó que, en caso de problemas, alegaría haber pensado que era suficiente con estar desnudo pero debajo de la toalla. Luego, sin embargo, se armó de valor y se dijo a sí mismo que, si alguien trataba de fiscalizarle por ello, se enzarzaría con los nudistas en una encarnizada batalla dialéctica en la que defendería su derecho a no mostrar los genitales. No importaba cuántos fueran ni qué mecanismo de represión simbólica emplearan contra él. Edgar sintió, por primera vez en su vida, el impulso irrefrenable de  defender su honor a costa de lo que fuera.
         Entraron.
         La media de edad era considerablemente mayor que en el resto de las termas. Algunos FKK paseaban desnudos con sus toallas sobre los hombros. Otros se sentaban con las piernas muy abiertas en hamacas. Grupos numerosos de cuarentones, cincuentones y sesentones discutían acaloradamente y se reían mientras apoyaban la mano en el hombro de su compañero esquilado. Había dos o tres piscinas poco profundas en las que algunos señores permanecían de pie, serenos, con los brazos en jarra y el agua por la rodillas, contemplando el espacio y esperando que el espacio los contemplara. Un par de ancianos se habían dormido despatarrados sobre húmedos bancos de madera. Cerca de ellos, unas señoras que sólo llevaban puestas la sandalias hacían unos ejercicios que Edgar intuyó debían ser de Yoga.
Emma desapareció nada más entrar en la sala principal y Edgar, tensándose la toalla para asegurarse de que no se desprendía de su cintura, sintió que la fuerza del panóptico se cernía sobre él. Empezó a ser el centro de las miradas. Los ejercicios de las señoras se interrumpieron. Los ancianos despatarrados empezaron a desperezarse, a murmurar en el filo de sus sueños, a entreabrir los ojos. Se interrumpieron la risas. Se levantaron los de la hamacas. Los hombres de brazos en jarra se concentraron en Edgar, empezaron a salir de las piscinas.
Edgar buscó una escapatoria rápida. Atravesó la sala a paso rápido, con ambas manos sujetando la toalla. Se abrió una puerta automática de cristal. Salió al exterior. Era de noche. Allí había varias piscinas humeantes y todo el mundo estaba en bolas. Con el frío que hacía. Le miraban. Siguió caminando. Llegó al límite del recinto. Una familia dejó de hablar cuando vieron que Edgar se acercaba a donde estaban. Giró a la izquierda. Vio una casita de madera que parecía una cabaña. Entró. Allí hacía un calor tremendo pero en un primer momento agradable. La sala estaba dominada  por  una tenue luz amarillenta. Había mucha gente sentada sobre grandes escalones de madera. Todos en silencio, todos desnudos, todos mirándole. Todos esperando a que se sentara. 
Era una sauna Finlandesa.
Edgar encontró rápidamente un rincón oscuro, junto al termómetro, y tomó asiento. Estaban a 80 grados. Sintió que no era del todo bien recibido, o quizá sólo observado con extrañeza, por la toalla. Pero ahora ya estaba, había entrado en el corazón del panóptico y ahora solo quedaba una lucha cuerpo a cuerpo, un duelo en el que demostrara que él tenía sus principios y que podía defenderlos fuera donde fuera. A su lado, un señor de melena canosa se enjugó la frente con la mano. Hacía calor. Pero no parecía suficiente para algunos: una mujer se levantó y echó agua de un cubo sobre unas piedras incandescentes que había en el centro. El sistema de calefacción pareció reavivarse. La mujer cogió una toalla y empezó a agitar el aire ardiente para que ocupase todo el espacio de la sauna. Subieron a 90 grados. Edgar sudaba como un cerdo. Le picaban los ojos. Intuyó que Emma se encontraba allí, en el rincón opuesto al suyo, pero no se atrevió a mirar. Sus piernas ardían, la toalla ardía. La mujer se cebó con el lado de Edgar y agitó todo ese aire caliente hacia allí. Subieron a cien grados. Edgar quería quitarse la toalla, quería quitarse la piel. Quería vencer al panóptico con una lección de integridad moral. Pero no pudo. Antes de que la mujer abandonara su sádico recalentamiento de la sala, Edgar se puso en pie y, con gesto de rendición, de un movimiento ágil, rápido y preciso, se quitó la toalla. La mujer se sentó. Solo Edgar estaba en pie. Permaneció con la toalla en la mano como si fuera un torero triste, con su capote ya sin vida, tras una faena no rematada. Recorrió la sala con los ojos. Nadie le miraba. Ni siquiera la chica del rincón, la que podría ser Emma. Edgar se sentó desnudo, ignorado y, por fin invisible, se preguntó si no sería precisamente aquello lo que tanto había temido.




lunes, 29 de octubre de 2012

Capítulo 43. La sofisticación del racismo austriaco



Sebastian Kurz. Secretario de Integración

Pelo loreal, cara aniñada, orejas generosas. Luminoso. Limpio. Patriótico. Conservador. Mediático. Se llama Sebastian Kurz y es sin duda el niño perfecto. Uno podría ser su novia, su abuela o su Golden Retriver y apenas se daría cuenta de la diferencia: Sebastian nunca dejaría de satisfacer a su entorno con su aguda, monotemática y exitosa subnormalidad.

Con apenas 18 años ya estaba en las filas del partido conservador ÖVP (actualmente en el poder) y enseguida se hizo famoso por hacer campaña electoral subido a una especie de coche-tanque llamado Hummer. En lo político fue aplaudido por la derecha al exigir que en todas las mezquitas austriacas se hagan las oraciones en alemán. Pero Alá todavía no declina.

Aun así no ha dejado de ascender. Desde 2011 es Secretario de Integración. Su lema es “integración por medio del rendimiento”. Su ideología es: "quien pretende quedarse en Austria, debe aportar algún beneficio para los nacionales", entendidos éstos como aquellos por los que fluye la sangre austriaca. En Austria rige el ius sanguinis.

Para cubrir las exigencias del rendimiento o aportación (leistung) que deben hacer los no-austriacos no es suficiente con conformar la mano de obra barata, habitar los barrios periféricos y pagar las abusivas tasas de inmigración. Todo eso vale para quien, como Edgar, puede permitirse el lujo de seguir viviendo aquí sin necesidad de visado o de nacionalización. Pero, ¿Qué sucede con quienes necesitan la ciudadanía austriaca, como por ejemplo algunos asilados o aquellos no-europeos que algún día desean terminar con la pesadilla del estatuto del eterno inmigrante, del trabajador en negro, del esclavo invisible?

Para éstos el inmaculado Sebastian Kurz acaba de descubrir una fórmula digna de su altura cognitiva. Lo primero que se les exige es que aprueben un test de ciudadanía para el que uno se tiene que aprender un manual cuyo ingenioso titulo es “manual-rojo-blanco-rojo”, en el que se definen los “verdaderos valores de Austria”.
  
Esa es además la parte fácil. Más difícil es ajustarse a su complejo sistema de los así llamados “tres niveles”. El primero es el de aquellos inmigrantes que llevan más de 6 años en Austria trabajando con contrato. Además de superar con éxito el examen sobre los verdaderos valores de Austria, deben “haber pagado todas las tasas e impuestos y sin haber recibido ningún tipo de prestación social”, como el paro, la baja de maternidad, una baja por enfermedad, etc. Los inmigrantes no pueden ser parados, ni madres, ni estar enfermos. Tienen que ser trabajadores en estado puro y que demuestren la alta rentabilidad que suponen para los Verdaderos Austriacos, o de lo contrario, a tenor de diversos comentarios (de lectores) en los media, son considerados como parásitos.

Pero eso no es todo. Aún estamos en el primer nivel. Éstos afortunados inmigrantes de primera categoría, además de trabajar sus 40 horas semanales (es un decir), deben haber servido voluntariamente durante tres años (la mitad de los seis que llevan en Austria) a algún servicio social como los bomberos, la cruz roja o a “los samaritanos” una organización religiosa que administra las ambulancias. Además de esto, los inmigrantes “muy bien integrados” que merecerán el derecho de ciudadanía a los 6 años de evocar los valores de la patria, trabajar mucho pero sin ayudas sociales y colaborar en sus “horas libres” como voluntarios, deben haber superado el nivel de alemán B2, es decir, el que exigen para entrar en la Universidad y más del que se pide a los Erasmus (!)

Luego están los inmigrantes de segundo nivel. A éstos les permiten acceder a la ciudadanía sin haber alcanzado un nivel tan alto de alemán y cumpliendo los otros requisitos. Y sólo tienen que esperar diez años.

En el tercer nivel están los que “no recibirán la ciudadanía porque no alcanzan los estándares”.

A sus pies, Herr Kurz.

Un conocido de Edgar, que escribe una tesis en ciencias políticas sobre ciudadanía europea, se sorprendía en su twitter de lo absurdo de esta ley y de que él mismo haya recibido la ciudadanía austriaca por solo nacer, sin aportar ningún leistung o rendimiento a la Patria.

Debe haber muchos austriacos a quienes domine esa misma perplejidad. Además de los comentarios racistas de algunos lectores de los diarios de más pegada, Edgar también ha podido leer diversas menciones al hecho de que si se aplica la lógica del nivel B2 de alemán para todo el mundo, incluidos los austriacos de Pura Sangre, más de la mitad del país perdería la ciudadanía.

En la sofisticada tipología de inmigrantes del retoño Sebastian Kurz hay todavía una categoría aparte. Es la de los así llamados behinderte o disminuidos, que dada su discapacitación no necesitan aportar su rendimiento a la Patria evocando los verdaderos valores, trabajando sin derechos, esforzándose como voluntarios o hablando como universitarios.  No es de extrañar que algunos austriacos se alarmen: quizá Sebastian Kurz no se haya dado cuenta, pero en su tipología los disminuidos y los Verdaderos Austriacos, en tanto que únicos ciudadanos exentos rendir cuentas al Estado, forman un mismo grupo.