1.
Era el inicio de las navidades de
2011. Edgar llevaba apenas dos semanas en Viena y decidió mover un poco sus
huesos en una piscina. Eligió la clásica piscina Jörgerbad porque en las fotos
de internet parecía muy bonita y suntuosa, como de bañera de Kaiser, y porque
estaba en su barrio.
En
la taquilla había una mujer oronda y de rostro canino, como de pequinés
despellejado, pálido, de ojos tan claros que parecían no mirarte, con enormes
pendientes de perlas (de plástico) que tiraban de unos lóbulos dilatados cual
colgantes masas de pizza.
Edgar
informó con su alemán balbuciente de que quería comprar un ticket. La primera
reacción de la mujer fue mantenerle una mirada insondable, maligna, analítica.
Luego observó de arriba abajo el cuerpo de Edgar como si quisiera comprobar que
llevaba un traje de baño correcto. Pero Edgar estaba embutido en leotardos y
pantalones y dos jerséis y un abrigo de plumas. Venía de la calle. La mujer
pergeñó entonces una mueca de escepticismo, afilando la mirada y arqueando la
boca hacia abajo. Él, no obstante, puso cinco euros en la base metálica del
mostrador. Estaba decidido. Trató de mirar a los ojos de la mujer como un tahúr
convencido de su apuesta. Ella puso dos dedos sobre el billete y, con un
cerrado acento vienés y una voz nasal penetrante, dijo algo así como: “uash,
uash, oit, FKK. Oida, uash du uash FKK!?”
Edgar
naturalmente no entendió nada, pero intuyó que la doble pronunciación de
aquellas siglas, “FKK”, se referían a algo digno de tener en cuenta. Edgar retiró
los cinco euros y le pidió a la mujer “Ein Moment”
Llamó
a Emma, su compañera de piso, y le preguntó qué significaba FKK. Ella respondió
con otra pregunta: “Dónde te has metido, Edgar?”; “en la piscina municipal del
barrio, ¿qué pasa?”; “¿estás ya dentro?”; “no, estoy tratando de entenderme con
la señora de la taquilla, ¿por qué?”.
Emma se rió al teléfono y le dijo que FKK eran las siglas de Frei Körper
Kultur (Cultura Libre del Cuerpo) y significaban que ese día, en esa piscina de
barrio, estaban todos nadando en pelotas.
Mientras
hablaba por teléfono, Edgar contemplaba a la mujer de la taquilla sin ser
demasiado consciente de ello. Al cortar la comunicación con Emma, se dio cuenta
de que la mujer también le miraba. Ambos se miraban mutuamente con una
expresión espontánea de asco.
En
su cabeza se desencadenó una lluvia de imágenes en las que evocaba sus
incursiones a la piscina municipal del barrio de Gràcia, en Barcelona, y
recordó con nitidez aquellos carriles hiperpoblados de abuelas chapoteado,
hombres grasientos luchando contra su evidente inflotabilidad, niños con
manguitos sin sentido de la dirección, y chicas jóvenes severas, nadando con el
rostro rojo, y extremadamente sensibles a cualquier roce físico, las pobres,
cuando aquello era un festival de manotazos, de uñas de pies ajenos clavándose
en tu abdomen, de ver tu rostro de repente amorrado contra el trasero blando de
alguien o algo que se giraba y trataba de visualizarte, sin quitarse sus gafas
de natación empañadas, y al final desistía y le dabas igual y seguía nadando
entre culos, y pies y babas de niños, antes de los animados cursos de aquagym.
Todo
aquello era soportable, después de todo, gracias a los bañadores. Pero aquello
en pelotas ya hubiera sido un desfase mayor, un hard-core de barrio sin limites
corporales, una ruptura escatológica de la intimidad y la desaparición de uno
mismo como individuo en ese caldo primitivo donde todos retozarían amontonados
y sin saber donde terminarían sus nalgas y donde empezarían los mofletes del
vecino.
Tras
unos segundos de recapacitación, sin embargo, Edgar calculó que la densidad
demográfica de Viena era una cuarta parte que la de Barcelona, y que, por esa
razón, lo más probable es que la piscina estuviera medio vacía. ¿Qué más daba, después
de todo, un par de cuerpos desnudos, si luego Edgar, con su bañador bien
anudado, podría disfrutar de un carril para él sólo?
Le
preguntó a la señora del mostrador sí, a pesar de ser una día FKK, él podría
entrar a la piscina con su bañador puesto.
La
mujer no dijo nada. Sólo desplazó su mandíbula inferior hacia delante como si
estuviera a punto de saltarle a la yugular,
o como si fuera a gritarle iracunda que era un pervertido, un violador
de la mirada que pretendía entrar a esa piscina vestido con un ofensivo y
asqueroso bañador.
Edgar
entendió que no se podía, que lo de
Cultura Libre del Cuerpo era, al menos para la mujer de la taquilla, un
eufemismo para imponer un régimen autoritario de la desnudez como condición de
la sociabilidad. En su obra Vigilar y castigar, Foucault desarrolló la interpretación penitenciaria del concepto de “panóptico”, una estructura
social ideada para que un centro de poder pueda vigilar a todos los individuos
y, en su forma más sofisticada, para que todos los individuos puedan vigilarse
entre sí, exigiéndose mutuamente una transparencia, una negación de lo íntimo,
una sumisión a los ojos del otro que debe manifestarse en la desnudez de las
ideas y de los cuerpos, despojados de cualquier encubrimiento bajo el cual
puedan generarse formas contrarias a dicho régimen de dominación.
Sin saber muy bien por qué, Edgar
sintió que esa piscina funcionaba como un panóptico, un panóptico que sancionaba el comportamiento penetrando hasta la dermis. Y huyó sin mediar palabra.
2.
Unos meses más tarde, ya en
primavera, Edgar y Emma se fueron a dar un paseo en bici por la Isla del
Danubio. El día estaba siendo fantástico. Hacía sol y el agua del río corría
cristalina. La familias de hindúes, balcánicos, turcos y austriacos disfrutaban
de sus barbacoas con hambre y jolgorio. Emma y Edgar se bañaron y compraron el primer helado del año. Había gente pescando, parejas de la mano recorriendo
la isla sobre patines, pelotones de abuelos que practicaban nordic-walking
concentrados mientras los grupos de adolescentes, tras los arbustos, se
fumaban algún que otro porrito. La gente tomaba el sol. Los hippies
tocaban la guitarra y el djembé. Los
modernitos se tendían sobre la hierba sin camiseta o en bikini, solos o en
grupos pequeños, y abrían sus tuppers de ensalada y leían el periódico o alguna
una novela comprada en el rastro. Era un día perfecto. Un día para disfrutar y
relajarse.
Pero de
repente, cuando ya dejaban atrás el tumulto de gente y se adentraban en la
parte más bonita de la isla, Edgar se encontró con esto:
|
Frontera FKK, Donau Insel |
Se apeó de la bici. No se atrevió
a cruzar la línea. Emma, un poco más allá, le decía “¡Venga, vamos!”. Edgar negó
con la cabeza. Tragó saliva y señaló esa línea divisoria. Emma le dijo que no
pasaba nada, que los FKK sólo estaban en determinadas orillas. Pero Edgar no
pudo avanzar. Le temblaban las piernas. Podían estar mirándole ya, desde cualquier
lado. Aquella isla era una trampa nudista. Edgar se sujetó el pantalón corto.
Dio un pasó atrás. Subió a la bici y pedaleó de vuelta a toda velocidad.
Emma ni
siquiera pudo seguirle.
3.
Más tarde, con el paso de la
semanas, la pesadilla FKK fue perdiendo su virulencia y pasó a una dimensión
latente, soportable. Edgar sólo llevaba cuidado de dónde se metía. Bares,
bibliotecas, oficinas de desempleo, supermercados. Antes de entrar a cualquier
sitio, Edgar leía atentamente todos los rótulos de las puertas y los pasillos.
Se aseguraba muy bien de que en ningún lugar se advirtiera de que ese sitio era
FKK.
La
llegada del otoño consiguió enfriar sus temores, hasta el punto de casi
olvidarlos. Llevaba prácticamente un año en Viena y no se había visto envuelto
en ningún panóptico FKK, al menos no de manera irremediable. Edgar sentía que
recobraba el control sobre sí mismo, sobre su intimidad. Ni Austria ni los
nudistas austriacos eran ya un motivo por el que preocuparse.
Pero
todo volvió a aflorar un infausto domingo de noviembre.
Emma le
propuso que fueran juntos a conocer las aguas termales de Viena, una
instalación situada en las afueras de la ciudad que ha ganado algún que otro
premio internacional. La pobre Emma terminaba las semanas con el cuerpo quebrado
de trabajar, y varios amigos le habían recomendado darse una tarde de placer y
relajación en ese complejo de caldeadas piscinas subterráneas y jacuzzis
monumentales y saunas de las que uno, decían, salía con una piel limpia y
cargada de un rejuvenecido metabolismo.
Edgar
aceptó acompañar a Emma sin demasiado entusiasmo. Sintió en el fondo que le
estaba haciendo un favor. Se puso el
objetivo de encontrar en esas termas alguna piscina normal donde nadar con el
bañador puesto y desquitarse de tantos meses de no poder hacerlo.
Luego
resultó que las termas no estaban tan mal. Distintas salas con nombres como
Piedra de la Vida, Roca de la Pureza, etc., componían unas instalaciones un
tanto presuntuosas en las que uno podía llegar incluso a relajarse. La mayoría
de usuarios iban de un lado a otro de aquellas termas buscando los chorros a
presión que les masajearían aquellas partes del cuerpo donde se acumulaban sus
tensiones. Había túneles burbujeantes, iluminados con tenues neones azules,
donde parejas de todas las edades se magreaban a conciencia. Había piscinas
donde el agua corría en círculos y atrapaba a jóvenes y niños eufóricos que se
dejaban arrastrar por aquellos remolinos controlados, catárquicos. Había bebés
que, sostenidos por padres corpulentos, se dejaban llevar con los ojos muy
abiertos y risitas descubridoras y las manos rollizas chapoteando alegremente
en el agua, como si creyeran que por fin habían regresado al universo cálido y acuático del que provenían, terminando con aquella pesadilla de meses que se llamaba "vida exterior". Había salas silenciosas de agua humeante donde los usuarios
apoyaban la nuca en el bordillo redondeado de piedra y cerraban los ojos y
dejaban que sus cuerpos flotaran flácidos y ligeros, como si se hubieran
despojado de su materialidad y de ellos solo hubiera quedado una figura etérea
que divaga en el agua, como si allí sólo tuvieran que soportar el leve peso de
su alma agradecida.
Edgar
y Emma se sintieron bien y decidieron pagar un extra para poder entrar en la
sauna. Como ese lugar era muy sofisticado, el derecho a entrar en la sauna se lo incluyeron en un chip que llevaban a modo de pulsera. Pagaron y se dirigieron al
complejo de saunas. A la entrada, un cartel advertía con letras mayúsculas que
estaba TERMINANTEMENTE PROHIBIDO USAR LAS SAUNAS CON BAÑADOR, que aquello era
TERRITORIO FKK (!)
Pero
ya habían pagado y Emma estaba dispuesta a entrar y Edgar decidió que era el
momento de enfrentarse a sus temores. Además no había vigilante ni nada
parecido. Edgar pensó que seguramente podría entrar allí con la toalla liada en
la cintura. Primero pensó que, en caso de problemas, alegaría haber pensado que
era suficiente con estar desnudo pero debajo de la toalla. Luego, sin embargo,
se armó de valor y se dijo a sí mismo que, si alguien trataba de fiscalizarle
por ello, se enzarzaría con los nudistas en una encarnizada batalla dialéctica
en la que defendería su derecho a no mostrar los genitales. No importaba
cuántos fueran ni qué mecanismo de represión simbólica emplearan contra él.
Edgar sintió, por primera vez en su vida, el impulso irrefrenable de defender su honor a costa de lo que fuera.
Entraron.
La
media de edad era considerablemente mayor que en el resto de las termas.
Algunos FKK paseaban desnudos con sus toallas sobre los hombros. Otros se
sentaban con las piernas muy abiertas en hamacas. Grupos numerosos de cuarentones,
cincuentones y sesentones discutían acaloradamente y se reían mientras apoyaban
la mano en el hombro de su compañero esquilado. Había dos o tres piscinas poco
profundas en las que algunos señores permanecían de pie, serenos, con los
brazos en jarra y el agua por la rodillas, contemplando el espacio y esperando
que el espacio los contemplara. Un par de ancianos se habían dormido despatarrados
sobre húmedos bancos de madera. Cerca de ellos, unas señoras que sólo llevaban
puestas la sandalias hacían unos ejercicios que Edgar intuyó debían ser de
Yoga.
Emma
desapareció nada más entrar en la sala principal y Edgar, tensándose la toalla
para asegurarse de que no se desprendía de su cintura, sintió que la fuerza del
panóptico se cernía sobre él. Empezó a ser el centro de las miradas. Los
ejercicios de las señoras se interrumpieron. Los ancianos despatarrados
empezaron a desperezarse, a murmurar en el filo de sus sueños, a entreabrir los
ojos. Se interrumpieron la risas. Se levantaron los de la hamacas. Los hombres
de brazos en jarra se concentraron en Edgar, empezaron a salir de las piscinas.
Edgar
buscó una escapatoria rápida. Atravesó la sala a paso rápido, con ambas manos
sujetando la toalla. Se abrió una puerta automática de cristal. Salió al exterior.
Era de noche. Allí había varias piscinas humeantes y todo el mundo estaba en
bolas. Con el frío que hacía. Le miraban. Siguió caminando. Llegó al límite del
recinto. Una familia dejó de hablar cuando vieron que Edgar se acercaba a donde
estaban. Giró a la izquierda. Vio una casita de madera que parecía una cabaña.
Entró. Allí hacía un calor tremendo pero en un primer momento agradable. La
sala estaba dominada por una tenue luz amarillenta. Había mucha gente
sentada sobre grandes escalones de madera. Todos en silencio, todos desnudos,
todos mirándole. Todos esperando a que se sentara.
Era una sauna Finlandesa.
Edgar
encontró rápidamente un rincón oscuro, junto al termómetro, y tomó asiento.
Estaban a 80 grados. Sintió que no era del todo bien recibido, o quizá sólo
observado con extrañeza, por la toalla. Pero ahora ya estaba, había entrado en
el corazón del panóptico y ahora solo quedaba una lucha cuerpo a cuerpo, un
duelo en el que demostrara que él tenía sus principios y que podía defenderlos
fuera donde fuera. A su lado, un señor de melena canosa se enjugó la frente con
la mano. Hacía calor. Pero no parecía suficiente para algunos: una mujer se
levantó y echó agua de un cubo sobre unas piedras incandescentes que había en
el centro. El sistema de calefacción pareció reavivarse. La mujer cogió una
toalla y empezó a agitar el aire ardiente para que ocupase todo el espacio de
la sauna. Subieron a 90 grados. Edgar sudaba como un cerdo. Le picaban los
ojos. Intuyó que Emma se encontraba allí, en el rincón opuesto al suyo, pero no
se atrevió a mirar. Sus piernas ardían, la toalla ardía. La mujer se cebó con
el lado de Edgar y agitó todo ese aire caliente hacia allí. Subieron a cien
grados. Edgar quería quitarse la toalla, quería quitarse la piel. Quería vencer
al panóptico con una lección de integridad moral. Pero no pudo. Antes de que la
mujer abandonara su sádico recalentamiento de la sala, Edgar se puso en pie y,
con gesto de rendición, de un movimiento ágil, rápido y preciso, se quitó la
toalla. La mujer se sentó. Solo Edgar estaba en pie. Permaneció con la toalla
en la mano como si fuera un torero triste, con su capote ya sin vida, tras una
faena no rematada. Recorrió la sala con los ojos. Nadie le miraba. Ni siquiera
la chica del rincón, la que podría ser Emma. Edgar se sentó desnudo, ignorado y,
por fin invisible, se
preguntó si no sería precisamente aquello lo que tanto había temido.