viernes, 23 de diciembre de 2011

Capítulo 3. Romper el orden

Malas noticias: los austriacos no van a librarse nunca de los españoles. Edgar lo ha comprendido nada más aterrizar en Viena. La primera noticia que escuchó en el telediario Wien Heute (Viena Hoy) fue la de un juicio a la española Estíbaliz Carranza, acusada de haber matado a su ex marido y a su actual novio, para luego guardar los cuerpos, cuidadosamente descuartizados, en las neveras de la heladería Vienesa que regentaba desde hacía cinco años:

La heladería de Estíbaliz


Al parecer, la popular Schleckeria era un lugar de culto y peregrinación de retoños austriacos que se deleitaban con los exóticos helados que les vendía Estíbaliz, una inmigrante de las que huelen bien y saludan con deferencia a las abuelitas retrógradas del barrio. El misterio del caso, por lo demás, es que mientras de su novio se encontraron todas las partes del cuerpo, de su ex marido sólo han hallado la cabeza y algunas piezas de un puzle orgánico cuyas partes faltantes aún no se sabe cómo han podido desaparecer.
           
En todo caso, Edgar puede sacar una lección de todo esto: debe mirarse siempre a los ojos de la heladeras que te sirven un cucurucho de limón y frambuesa; debe escrutarse lo que hay en sus ojos antes de lamer el hielo aromatizado que te ofrecen sonrientes; sí, hay que mirarlas con atención, con una pregunta concreta en las pupilas y, a ser posible, con un secreto rigor forense.

Aparte de este suceso, la nueva vida en Viena ha empezado con buen pie: su compañera de piso, Emma, ha resultado ser una austriaca de lo más simpática, adicta al yoga y a merendar con alcohol destilado, e interesada en (comerse) la gastronomía española. 
        La ciudad es amplia, tranquila y bastante silenciosa, con una arquitectura menos presuntuosa que, por ejemplo, la parisina, y dotada de una solemnidad histórica que no necesita ser proclamada. Las percepciones de Edgar son las de unas calles atravesadas por ráfagas intermitentes de un viento helado; calles extensas, grises y casi vacías, que generan una sensación de estar paseando en una eterna madrugada.
Durante estos primeros días, Edgar se ha sentido un poco solo, pero ayer, mientras deambulaba por su barrio de noche, descubrió una multitud apretujada de jóvenes que se aferraban con ambas manos a la tradicional taza humeante de Glühwein o vino caliente, y departían en la semioscuridad de un mercado navideño. Edgar se introdujo entre esa muchedumbre de recios abrigos, gorros de orejeras perrunas y larguísimas, encaracoladas bufandas. Los guantes reposaban sobre altas mesas redondas, de madera vieja y húmeda. El Emigrante Sofisticado pidió también una taza de Glühwein y miró a su estrecho alrededor. Un grupo de chicas que quizá pertenecían a un club de voleibol apretaban sus fríos, elevados y prietos traseros contra la cintura del Edgar. Le ignoraban.
          La palabra Krise (crisis en alemán) no estaba en boca de nadie. Los periódicos alemanes, y también los españoles, anunciaban hoy una estampida migratoria hacia el centro económico de Europa. 2400 emigrantes españoles, altamente cualificados, se han instalado en Alemania desde enero de este año. Edgar podría considerarse uno de ellos, pero ni es ingeniero ni ha viajado a la madre de la industrialización. Él ha caído en una ciudad, Viena, en la que de momento todo parece girar en torno a una temática tan periférica a la crisis que acaba dando la sensación de estar en otro continente, en otro tiempo, otro espacio urbano y psicológico en el que la gente parece, si no feliz, al menos más tranquila, casi indiferente. 
         Porque la indiferencia relajada de los vieneses lo irradia todo, lo borra todo: desde los problemas económicos del continente que les rodea hasta la presencia curiosa de un inmigrante nuevo, contemplativo, quizá peligroso. De hecho, el único momento en que Edgar ha recibido la atención de los ojos vieneses ha sido esta mañana, al cruzar caminando una calle vacía cuando el semáforo de peatones estaba en rojo. Un centenar de transeúntes, que esperaban mecánicamente la luz verde para reanudar la marcha, han clavado una inquisitiva mirada en los pasos de Edgar, que de repente ha recordado la experiencia de cruzar algunas avenidas de Mumbai sorteando el tráfico frenético. Pero este amplio y vacío paso de peatones junto a la iglesia de Votiv no entrañaba ningún riesgo. Cuando ha llegado a la mitad de la avenida, al verse solo y severamente observado desde ambas aceras, ha tenido la tentación de retroceder y obedecer al mandato del semáforo. Pero ya era demasiado tarde. Volver en ese momento hubiera sido como intentar caminar hacia atrás cuando se acaba de saltar al vacío. El inmigrante ha roto el orden, se ha señalado. En un último arrebato de orgullo personal, Edgar ha obsequiado con una penetrante mirada a una pálida, guapísima mujer que había al otro lado de la avenida. Ella lo ha observado con una mezcla de asco e indignación. Al parecer, en Viena, romper el orden no se considera nada sexy. Esto ha ocurrido hoy a las 11 de la mañana. El resto del día, antes de volver al rincón de los Glühwein, Edgar se ha dedicado a pasear por el centro de la ciudad y a practicar una viril y disciplinada posición de espera, en el extremo de los pasos de peatones, al tiempo que ejercitaba una serena mirada al frente, vacía y secretamente vengativa, con la que pretendía sugerir su absoluto desinterés por el resto del mundo y sus normativos transeúntes.

  

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