martes, 28 de febrero de 2012

Capítulo 18. Sobre la estupidez (primera parte)



Meiosis: fundamentos celulares de la estupidez española
(no entra a examen).


Si a tenor de los periódicos y los telediarios austriacos, Edgar tuviera que hacer un balance de cómo se percibe aquí a España, la imagen proyectada en los últimos meses sería más o menos la siguiente: 1) España es un lugar donde inhabilitan a quienes juzgan a fascistas y corruptos. 2) España es un país tan rico que se puede permitir el lujo de tener más de tres millones de casas vacías. 3) España es un país en el que se dopan hasta los participantes de la “Caminata popular de Villanueva del Trabuco”. 4) España los tiene tan bien puestos que aun teniendo el paro más alto de Europa, va a aplicar la política más favorable a los despidos low cost que se le ha ocurrido a Don Mariano el Políglota.

Porque somos tan chulos y  tan neoliberalmente echaos pa lante que no cabemos en nosotros mismos.


¿Pero piensan por ello en el extranjero que somos estúpidos?
Nada más lejos de eso. Cabe recordar que fue el propio Edgar quien huyó a Viena con la idea de realizar un documental que demostrase que la estupidez española nos venía por linaje de los Habsburgo. Ellos, en realidad, no nos ven como a estúpidos. Los austriacos, por ejemplo, nos admiran por la tortilla de patatas y por lo buena que está Penélope Cruz, y en contraste, creen que la estupidez es un concepto no achacable a una nación en concreto. Y para colmo llevan reflexionando sobre el tema desde hace más de 80 años:

Conferencia pronunciada en 1937
por el austriaco Robert Musil 


La diferencia entre los austriacos y los españoles, entonces, tal vez sea esa: mientras ellos han convertido la estupidez en un objeto de reflexión filosófica sobre el que divagar en tanto que miembros de una comunidad universal, para nosotros es algo que aún nos parece concreto, inherente al espíritu nacional, y, al mismo tiempo, achacable a aquello que desde las Guerras Carlistas constituye “la otra mitad”, esto es: absolutistas o liberales, republicanos o monárquicos, fachas o comunistas, peperos o sociatas, merengues o culés, Villa Arriba o Villa Abajo, y así hasta el límite de la capacidad humana para reinventar la meiosis social.

No es que seamos estúpidos, es que quizá nos gusta estar partidos.

Esta división tiene, no obstante, su correlato antropológico. En las llamadas “Sociedades de dos Mitades”, que son mayoritariamente indígenas, se organizan dos grandes grupos que, pese a oponerse simbólicamente, mantienen un equilibrio gracias a unas estrictas normas de intercambio matrimonial. La mujeres de una mitad se casan con los hombres de la otra, y viceversa. Y así todos felices y en armonía cósmica.

Trasladado al contexto español, esto implicaría que, por ejemplo, los hombres de izquierdas tendrían casarse con las mujeres de derechas...

 Sí, sí, con las emperifolladas del PP …

( ! ) 

sábado, 18 de febrero de 2012

Capítulo 17. Lo bueno y lo malo de ser exótico


Lo bueno de ser exótico es que en las bibliotecas, las estudiantes de carreras humanísticas, te dedican una o dos sugerentes (¿o simplemente maternales?) caídas de ojos cuando ven que haces tus deberes del curso de alemán, con la ayuda de tu entrañablemente desgastado diccionario-traductor. Lo bueno de ser exótico es que tu exceso de vellosidad facial y supra-pectoral adquiere, en la cercanía de los transportes públicos en hora punta, el magnetismo de aquello que parece salvaje y, al mismo tiempo, suave, cálido, protector. Lo bueno de ser exótico es que cuando en una conversación entre jóvenes progresistas mencionas la crisis de tu país, y las “agitadas” movilizaciones sociales en las que participaste, te contemplan como a una especie de héroe migrante, como a un líder revolucionario que, allí donde fuere, se lía a ostias y, sobretodo, nalgazos, para combatir internacionalmente contra las porras policiales del capitalismo.

Pero qué ilusos.

Lo malo de ser exótico es que en las bibliotecas, las rubias, celestiales y reaccionarias estudiantes de económicas, te dedican una o dos miradas suspicaces, e incluso alguna que otra mueca de asco, cuando ven que abres tu mugriento diccionario traductor de una lengua primitiva, que ni siquiera tiene declinaciones. Lo malo de ser exótico es que tu nada aséptica vellosidad facial y supra-pectoral genera, entre las abuelitas fascistas que viajan en el tranvía, una repulsión poco disimulada, un aferrarse a sus bolsos de cadenas doradas, una mirada silenciosa pero elocuente, que te dice que eres percibido como un retal maloliente, como una versión animada y áspera de su abrigo de piel de zorro, de comadreja. Lo malo de ser exótico es que cuando le explicas a una ultra-normativa funcionaria del servicio de empleo austriaco que estás ahí porque en tu país hay una crisis insostenible, ella te responde con una lacerante voz nasal y una mirada azul y vacía: pues no te esperes que aquí vaya a ser tan fácil, y luego te niega el derecho a recibir los descuentos culturales que reciben los parados nativos. Respecto a las agitadas movilizaciones en las que participaste, mejor callarse, porque ya es evidente que ni siquiera le gusta tu pacífica y sumisa presencia, porque eres simplemente uno más de ésos que están llegando para ensuciar las estadísticas de empleo, para extender al primer mundo su étnica ineficiencia laboral, su pereza congénita. Lo malo de ser exótico, además, es que no puedes reconfortarte cagándote en sus muertos de manera metafórica, quizá con una alegoría sobre la justicia histórica, o sobre la ética de una responsabilidad cosmopolita, porque no dominas la lengua lo suficiente como para hacerlo de forma sutil, y seguro que esa víbora de la burocracia aún puede complicarte más la vida, si se siente ofendida. Lo malo de ser exótico es que da igual cuántos títulos tengas y cuántos idiomas hables y cuán amable y dispuesto te muestres. Lo malo de ser exótico es que a veces vale más la pena firmar y decir Ja, frau Mülher, ja, y luego, al levantarte de la silla, conformarse con que ella te perciba como quiera, como sus parámetros de interpretar lo exótico le permitan, mientras tu te limitas a aceptar y, antes de cerrar la puerta, le demuestras tu espíritu conciliador pergeñando una educada, prometedora sonrisa de despedida:






lo malo de ser exótico

lunes, 13 de febrero de 2012

Capítulo 16. La parábola de Laskaris


Entrada al prostíbulo Red Rooms, de Peter Laskaris

En Viena, por cada panadería, hay aproximadamente dos cafés vieneses, y por cada café vienés, hay aproximadamente tres prostíbulos. Aquí les llaman puffs, y su proporcionalidad conforme el resto de los establecimientos “comerciales” es, si más no, inquietante. Uno se pregunta qué deben hacer los señores vieneses por las tardes, o durante las pausas del almuerzo. 


Así, a primera vista, no parece que se vayan de tapeo.

Cada vez que Edgar pasa por delante de la puerta de un puff, le asalta la pregunta de cómo logran mantenerse tantos locales por metro cuadrado. Y en ocasiones, cuando en la noche levanta la vista y ve una ventana iluminada a la que se asoma papá con la corbata suelta, el cigarro en la mano y su mirada rendida, abandonada sobre la calle cubierta de nieve, Edgar incluso se pregunta cómo puede mantenerse la economía de las familias vienesas.

Pero el caso es que los señores vieneses no sólo cumplen con la familia, sino que también se ocupan con tesón y perseverancia de que los puffs se mantengan todos ellos en la cresta de la ola. Tanto es así que alguno de esos puffs, como el “Red Rooms” (de la foto de arriba), se puede permitir el lujo de reservar diez habitaciones para acoger a los sin techo de Viena, y de paso salir en el telediario para predicar la doctrina del buen samaritano. Peter Laskaris, el dueño del Red Rooms, anunció que nadie debería dormir a 15 grados bajo cero en la calle, y que él y sus mozas recibirán encantados, con una sopa caliente, a los homeless que lo necesiten:



Peter Laskaris

Edgar recuerda una memorable parábola de Slavoj Zizek en la que razona cómo la empresa Starbucks consigue infundir la sensación de que al consumir en sus tiendas se está ayudando a los niños de Guatemala, o a mejorar el equilibrio ecológico del planeta. Mediante su perversa publicidad “solidaria”, Starbucks logra que, en el acto de alimentar el engranaje de una de las más agresivas multinacionales del actual capitalismo, el consumidor se sienta automáticamente redimido del acto de consumir.

Quizá Peter Laskaris se haya inspirado en Starbucks. Tal vez sepa que con la fórmula de “trisca en nuestra casa y ayudarás a los sin techo” va conseguir que los clientes se tornen más generosos, menos suspicaces ante la ética que envuelve su negocio. Quizá esos clientes hasta se regalen un par de polvos más a la semana, ya se sabe, por el tema de ayudar a los pobres. Puede que hasta se traigan a sus amigos neófitos, aquellos recelosos compañeros de trabajo que ponían la excusa del gimnasio, o del colegio de los niños, y que ahora se dejarán llevar, intrigados por esa nueva forma de hacer el bien.  

Zizek, probablemente, llamaría a esto “La parábola de Laskaris”. Y encima lo haría sonar como algo intelectual.


lunes, 6 de febrero de 2012

Capítulo 15. Neusiedler See

Edgar, en el lago Neusiedler, agarrado a una rama.


Estos días, también en Austria, está haciendo un clima mas bien fresquito: alrededor de menos catorce grados. El sábado, sin embargo, hubo un pequeña tregua. El "calor" envolvió la atmósfera de Europa central y nos relajamos con cuatro graditos menos de frío. Para aprovechar la temperatura favorable, Edgar decidió hacer una visita a Bratislava:



Si es que aquí se vive muy bien, de verdad. 

Da gusto pasear.


El domingo, sin embrago, podía hacerse poca cosa. Así que Edgar le preguntó a Emma ¿Pero qué hace aquí la gente en días así? Y Emma le dijo: No sé... patinar.


Y así decidieron irse a Neusiedler See con el primo de Emma.


Emma y su primo

Patinar sobre hielo es, esencialmente, una práctica bastante aburrida. Sin embargo en el lago Neusiedler tiene su gracia; más que nada porque tiene como cincuenta kilómetros de largo, y cuando hace unos días tan estupendos como éstos, se hiela enterito, y al final del lago ya no es Austria, sino Hungría, y si uno se anima hasta puede emigrar patinando sobre hielo.

Sí, si uno se anima, puede intentar huir de esto.


Edgar lo intentó:



Al fondo.








miércoles, 1 de febrero de 2012

Capítulo 14. Arnie





“Arnie” es el apelativo (perturbadoramente familiar) con el que la profesora de alemán de Edgar se refiere a ese tipo austriaco que mata robots humanoides venidos del futuro (Terminator),  nómadas cimerios de la Edad de Hierro (Conan), extraterrestres feotes o transparentes que se esconden en la jungla (Depredador), rusos comunistas (Eraser) y hasta señores octogenarios, ciegos y sordos, que cometieron un crimen 30 años atrás (Governator, de California 2003-2011).

Arnie lo mata todo.

Pero, ¿por qué? En primer lugar porque es el hijo de un nazi que pertenecía al cuerpo de la Sturmabteilung, un grupo militar nacionalsocialista paralelo a la SS. En segundo lugar porque tiene la mandíbula demasiado cuadrada como para dedicarse a recolectar manzanilla o para pasar los fines de semana componiendo mandalas de arena. Y en tercer lugar porque una vez fue aclamado en USA como el inmigrante más famoso del mundo, y para mantener ese estatus en el tiempo se tienen que hacer cosas llamativas, como triscarse a Sharon Stone en una peli futurista o matar unos cuantos reos, a ser posible también inmigrantes, pero de origen hispano o afroamericano, en el mundo real.

Una de estas actuaciones estelares le valió, sin embargo, el enfado de los austriacos. Resulta que en la ciudad de Graz, donde este fornido muchacho mamó teta materna (y posteriormente biberón de anabolizantes), construyeron en los 90 un estadio que, con el objeto de honrar al más popular de sus emigrantes, recibió el bonito nombre de “Estadio Schwarzenegger”. 


La desgracia fue que unos años más tarde, en 2005, ya como governator de California, Arnie se empeñó en cargarse a Stanley Williams, un tipo que, aunque reconoció haber matado a cuatro personas en los 60s, había pasado los últimos años de su vida arrepentido, escribiendo manifiestos antiviolencia y literatura infantil.

Y eso era demasiado incluso para los austriacos.

Durante unos meses hubo tensiones, mensajes cruzados. En Graz querían que Arnie tuviera clemencia con Stanley Williams, y Arnie quería que en Graz tuvieran clemencia con su voluntad de borrar a Stanley Williams del mapa. Y así la tensión fue creciendo y creciendo, el malestar hacia el más famoso de los austriacos vivos fue aumentando y aumentando, hasta que las dotes diplomáticas de ambas partes llegaron a su límite, y entonces Arnie hizo lo que mejor sabía hacer: matar la autorización para que en Graz emplearan su nombre en el estadio, que desde entonces recibió el apelativo de UPC-Arena.

Pero al margen de estos capítulos biográficos, la historia de Arnie resulta muy evocativa para comprender el fenómeno migratorio. En primer lugar porque narra el curioso periplo de un jovenzuelo que obtuvo su visado a los EEUU gracias a que consiguió que su cuerpo se hinchase como una palomita tostada. En segundo lugar porque su historia nos cuenta que probablemente existe un proceso ideológico siniestro en muchas lógicas de la inmigración. Una transición identitaria por la que los inmigrados como Arnie terminan convirtiéndose en los principales detractores (y en este caso, hasta ejecutores) de los posteriores inmigrantes. Y en tercer lugar porque creó una competición de culturismo llamada “Arnold Classic”, que podría ser la oportunidad de aquellos que quieren emigrar pero no se bastan con su inteligencia o su capacidad de trabajo para conseguirlo. La Arnold Classic es (aviso a navegantes) una gran oportunidad de “emigrar a la Schwarzenegger”, es decir, por la vía del clembuterol, los aceites corporales y los concursos de Mr. Universo. 

Así que menos quejarse de la crisis y más adaptarse al signo de los tiempos: un poco de gimnasio... 

¡y a viajar!