Astrid
le dijo que ya todo había pasado, que se fijara en su jardín: se suponía que
empezaba a colorearse de brotes blancos, rojos, amarillos. Le dijo que
respirara profundamente, relajado, y que se dejara llevar por el canto de esos
pajaritos que se excitan con el primer calor del año. Incluso le dijo que oliera
el aire: «¿Edgar, no sientes como está cambiando? Ya huele a tierra húmeda y
templada. Ya huele a primavera». Edgar no sabía cómo interpretar la exaltación de
esos estímulos pre-primaverales que él, desde luego, no percibía: ¿Era un simple
y espontáneo arrebato poético? ¿Era el bucólico pero certero saber adivinatorio de una chica
del campo? ¿Era una forma de sensibilidad femenina que él, tan ajeno, sólo
lograba identificar como una incomprensible falta de objetividad?
Mientras Edgar pensaba en
ello con la mirada perdida sobre su taza de café, Astrid se apartó de la
ventana y la cerró cuidadosamente. Estaba ligera pero inexplicablemente
ruborizada. «Bueno, es tarde. Tengo que irme a casa. Mañana tengo un examen», dijo.
Eran la tres y media de la tarde. El 8 de Marzo. Edgar se preguntó por qué se
quería ir tan pronto. Pero había demasiadas cosas que no entendía, demasiadas
cosas en Astrid que le desconcertaban, empezando por esa tendencia a mencionar
cada media hora a su exnovio, un tirolés que la había introducido en la
modernidad pueblerina del Grunge y
los porros, y terminando por esa evocación encendida de una primavera que Edgar
ni siquiera había intuido.
Al
cerrar la puerta aún sentía el calor de la mejillas de Astrid sobre su piel.
Ella le había dado dos besos de despedida, a «la española», cuando normalmente le tendía una mano
púdica, excesivamente correcta, como si su padre los estuviera observando a
escasos metros de distancia, con su boina, su meditativa ramita de paja entre
los labios y sus tijeras de podar en la mano.
Al
regresar al salón, Edgar seguía desconcertado por la últimas palabras de
Astrid: ¿Cómo pudo no haberse fijado en los brotes de colores? ¿Cómo pudo no
haber escuchado el graznido primaveral de los pájaros? ¿Cómo se le pudo pasar
de largo ese viento cálido y fértil, que pronto haría renacer una vegetación
luminosa? ¿No era él quién aspiraba a convertirse en escritor? ¿No era él quién
se pretendía sensible?
Edgar se asomó a la ventana para comprobar hasta qué punto se equivocaba, hasta que punto había quedado como un ser
reconcentrado y frío, incapaz si quiera de percibir los cambios estacionales y conversar sobre ello con Astrid:
8 de marzo de 2012, en el Jardin de Edgar. |
Era 8 de Marzo. La primavera austriaca
estaba, efectivamente, aún muy lejos. Edgar, como siempre, encontraba
dificultades para conciliar su voluntad de comprender literariamente el mundo
con su inevitable apego a la objetividad. Intuyó vagamente el estado emocional
(quizá fisiológico) de Astrid al exponer de aquel modo tan subjetivo sus
percepciones del jardín. Incluso le pasó por la cabeza lo que le podía estar
sugiriendo. Pero «no, no puedo ser tan estúpido», se dijo Edgar, antes de coger
la cámara, hacer esa foto, y ver que, por desgracia, ni si quiera así era capaz
de percibir la primavera de Astrid, ni siquiera reduciendo toda su objetividad
a unos cuantos píxels y una pequeña pantalla. «No puedo ser tan estúpido», se
dijo de nuevo, sin poder dejar de ver un jardín frío y nevado, sin brotes y sin
pájaros, sin significados profundos, metafóricos, y acaso sensuales, cuya percepción le seguía pareciendo tan lejana, tan femenina, tan deseable, tan imposible.
Edgard.
ResponderEliminarHa sido un verdadero placer ver reflejada por escrito esa ensoñacion de la primavera austriaca, esa que tanto echamos tanto de menos los que como tu o como yo venimos de otras latitudes. Desde hace un tiempo y por distintas razones vine a parar por aqui (Viena) y solo por las pocas entradas de tu blog que pude leer, ya me siento un poco menos solo en este largo viaje.
Un saludo
Javier
Javier,
ResponderEliminarQue te lean también mitiga la soledad.
¡Me alegro de que también estés en el barco!
Un abrazo,
E.